Cuentos

El calcetín de la suerte


Carlitos, era uno de esos niños que era incapaz de salir de casa sin llevar puestos unos calcetines que le había regalado su abuela. Eran tan bonitos y calentitos, que al pequeño le encantaba llevarlos a todas partes, para enseñárselos a sus amigos.

Un buen día, cuando su mamá se los llevó para lavarlos en la lavadora, uno de los calcetines desapareció sin dejar rastro. Enterado de la noticia, el pobre Carlitos se puso tan triste, que se negaba a salir de casa, hasta que volviera a aparecer su calcetín perdido. A tal grado llegó su disgusto, que sus padres tuvieron que llamar a su abuela, para que intentara convencerle.

Tras descansar de su largo viaje, la abuela Carmen entró en la habitación del pequeño y le dijo:

-¿Por qué lloras mi chiquitín?

-Ay abuela-dijo hecho un mar de lágrimas-no se como ha pasado, pero alguien me ha quitado uno de los calcetines que me regalaste.

-Ya se que te gustaban mucho, pero seguro que ese calcetín está ahora en un lugar mucho mejor.

-Pero abuela-dijo gimoteando- ¿Cómo puedes decir eso?

-Porque esos calcetines que te regalé, son mágicos y llevan la buena suerte a aquel que le hace falta. Tu ahora solo tienes uno, porque en algún lugar del mundo, hay otro niño al que le hace falta tener más suerte que tú.

-Entonces abuela, ¿este también se marchará?

-Puede hacerlo, a menos que me prometas dejar de llorar y vuelvas al colegio con tus amigos. ¿Lo prometes?

-Lo prometo abuela.


Cuando un calcetín se pierda y no puedas dar con su paradero, recuerda que quizás esté ayudando a alguien a resolver sus problemas.


El embustero


Había una vez, un hombre muy enfermo y sin recursos, que desesperado se comprometió a sacrificar la cantidad de cien bueyes a los dioses, si estos le ayudaban a curarse completamente.

Los dioses, a los que siempre les gusta probar a los mortales, decidieron ayudarle y comprobar si era cierto lo que el hombre decía.

Recuperado por completo de sus dolencias y al no tener los animales, ni el suficiente dinero para darles la ofrenda prometida a sus benefactores, fabricó cien bueyes de sebo y los llevó al templo para que fueran sacrificados.

-Oh Dioses, aquí tenéis lo que os había prometido.

Al verse engañados, trazaron un plan para darle una buena lección a este hombre tan embustero. Mientras dormía, se introdujeron en uno de sus sueños, mostrándole una gran bolsa con mil monedad de plata en una playa cercana.

Extasiado ante esa enorme fortuna, se despertó inmediatamente, dirigiéndose todo lo rápido que pudo hasta la playa. Allí, no solo no encontró ninguna bolsa, sino que además fue capturado por unos piratas, que lo vendieron como esclavo en la ciudad más cercana, obteniendo por su venta mil monedas de plata.


Moraleja: aquel que engaña a la personas, siempre acaba siendo engañado.


El burrito descontento



Había una vez, en un frío día de invierno, un Burrito al que tanto la estación, como la comida que su dueño le daba, desagradaban profundamente. Cansado de comer insípida y seca paja, anhelaba con todas sus fuerzas, la llegada de la primavera para poder comer la hierba fresca que crecía en el prado.

Entre suspiros y deseos, llegó la tan esperada primavera para el Burrito, en la que poco pudo disfrutar de la hierba, ya que su dueño comenzó a segarla y recolectarla para alimentar a sus animales. ¿Quién cargo con ella? El risueño burro, al que tanto trabajo hizo comenzar a odiar la primavera y esperar con ansia al verano.

Pero, el verano tampoco mejoró su suerte, ya que le tocó cargar con las mieses y los frutos de la cosecha hasta casa, sudando terriblemente y abrasando su piel con el sol. Algo que le hizo volver a contar los días para la llegada del otoño, que esperaba que fuera más relajado.

Llegó al fin el otoño y con él, mucho más trabajo para el Burrito, ya que en esta época del año, toca recolectar la uva y otros muchos frutos del huerto, que tuvo que cargar sin descanso hasta su hogar.

Cuando por fin llegó el invierno, descubrió que era la mejor estación del año, puesto que no debía trabajar y podía comer y dormir tanto como quisieran, sin que nadie le molestara. Así fue, como recordando lo tonto que había sido, se dio cuenta de que para ser feliz, tan solo es necesario conformarse con lo que uno tiene.


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